Recuerdo a la perfección aquel día en el que por
primera vez habíamos cruzado nuestras miradas; no fue mi intención quedarme
embelesada, pero no pude hacer nada. Recuerdo aún que cuando desviaste la vista
un fuerte viento había soplado, alborotando tu cabello en ese entonces rojo, y
abriendo tu flequillo, dejando a la vista tu frente. Tuve una mejor perspectiva
de tus ojos que brillaban, pero brillaban por la persona que se encontraba a tu
lado. No pude hacer nada, por lo que dejé pasar todo lo sucedido. Nunca se me
cruzó por la cabeza hablarte, ni llamar tu atención; me gustaba mirarte de
lejos, todos los días, como una maniática. Me gustaba hacerlo porque tú no lo
sabías y yo me conformaba con eso. Era tan simple… el verte a diario sentado en
el parque desde el ventanal de la oficina me hacía sentir bien, por más
de que alguien esté a tu lado. Vivía en mi propio mundo, tal vez no contigo,
pero sí me imaginaba uno alterno al real, gracias a ti… me inspirabas a vivir
un sueño más. Uno de paz.
Cuando empezaste a llegar solo tu semblante era otro,
uno muy diferente. Tus ojos ya no brillaban y en momentos llorabas, te estabas
derrumbando, lo podría decir cualquiera que te hubiera visto en ese entonces.
Teñiste tu cabello en negro, pero dejaste vestigios del rojo que tanto te trajo
felicidad.
Recuerdo que la segunda vez en que me topé contigo,
fue también la primera vez que me dirigiste la palabra, y me tocaste. Estaba
pasando por el parque al salir del trabajo, era tarde, la noche ya había caído;
yo estaba cargada de trabajo que debía terminar en casa y tu estabas en una de
las hamacas, llorando en silencio. Quise ir a secarte las lágrimas pero no me
atrevía. Era una desconocida para tí aunque yo te conociera, aunque también el
“conocer” implique demasiadas cosas yo consideraba que te conocía. Te vi llegar
a ese parque todos los días durante tres meses, feliz, pero cuando comenzaste a
llegar solo durante las últimas dos semanas estabas… mal. Tu mirada emanaba
tristeza, soledad…
Me había quedado pensando en ti mientras te veía
cuando de pronto abriste los ojos y fijaste la vista en mí. Cargada con mis
cosas dí dos pasos y terminé en el suelo al tropezar con mi propio pie por la
prisa. Le rogué a los cielos que me tragara la tierra y que me ignoraras, pero
desde el primer día en el que llegaste al parque me di cuenta de que no eras
una persona común. La atención que le brindabas a la persona con la que estabas
era tan única, tan especial… o, no solo a ella. Un día le diste de comer y de
beber a un perro que habías encontrado al llegar al parque. Demasiada bondad
para una sola alma. Te secaste las lágrimas por ti mismo y viniste corriendo a
ayudarme. «¿Te encuentras bien?» me habías preguntado. Yo simplemente asentí
con la cabeza por la vergüenza mientras recogía mis cosas para ponerme de pie,
me tomaste del antebrazo izquierdo y me ayudaste, ¿cómo olvidar ese gesto?
«¿Vives cerca? ¿No quieres que te ayude a llevar algo?
Suelo verte trabajando arriba», señaló el edificio de la editorial, en el que
se encontraba mi oficina. Yo miré también hacia allí pero de inmediato negué
con la cabeza: «Estoy bien, gracias», respondí. «Vivo cerca, por lo que estoy
acostumbrada a llevarlos», agregué. «Te acompaño» me dijiste con una sonrisa
comprensiva en el rostro, negándome los documentos y las carpetas que habías
tomado entre tus brazos. Me imaginé a mí misma oliendo esos documentos una vez
los tenga en mano, el simple hecho de conocer tu olor me causaba tanta
curiosidad, que había olvidado procesar lo melodiosa que era tu voz.
Me imaginé que te gustaría cantar, sonreí como una
tonta mientras negaba con la cabeza y caminaba dando tumbos por los tacones.
Solté una maldición entre dientes porque no daba con el dolor que sentía en los
pies. Dejando en el suelo todas las cosas que tenía en mi mano te pedí
disculpas y me recargué sobre tu hombro, me saqué primero un tacón y luego
otro. Tú soltaste una carcajada baja, yo te ignoré, pero no pude evitar
mirarte. Sonreíste.
Y algo se despertó en mí.
Algo se activó, algo hizo “click”.
Ese algo fue a incrustarse en lo profundo de mi ser.
Me negué a recibirlo, pero no pude evitarlo.
Tomé de nuevo todas mis cosas mientras tú me mirabas
atentamente. Descalza, con los tacones en una mano y los documentos en el otro
brazo reanudé la caminata, caminé un poco más rápido que tú porque no quería
mirarte a la cara y porque no quería aceptar que en ese momento me estaba
enamorando de ti. No quise que sucediera, me negué totalmente a la idea.
Cuando ya hubimos llegado a mi casa te ofrecí algo
para beber, no quería ser maleducada contigo luego de haberme ayudado con mis
cosas, pero te negaste. Estabas saliendo por la puerta como si nada cuando
corrí hasta ti y te pregunté cuál era tu nombre. «No tengo nombre, porque los
nombres te atan a algo. Yo no quiero atarme a nada ni a nadie nunca más», fue
lo que me respondiste antes de desaparecer y no volver nunca más al parque en
el que te solía ver cada día.
0 comentarios:
Publicar un comentario